Tiempo ha escribí De las lágrimas.
Luego escribí sobre De la razón de las lágrimas. Hoy les quiero contar Del
llanto.
El llanto es la “efusión
de lágrimas acompañada frecuentemente de lamentos y sollozos.” Sollozo es la “acción
y efecto de sollozar” y sollozar es “respirar de manera profunda y entrecortada
a causa del llanto.”
Resulta que ahora que soy
padre de La Boronita me es muy frecuente “escuchar” ese sollozo o ese llanto.
¿Por qué entrecomillo la palabra escuchar? Pues porque realmente NO lo escucho.
Lo sufro. Lo sufro como asumo cualquier padre sufre cuando escucha su hija
llorar. Y es que no es solamente escucharlo… Es presentirlo. Es ese momento en
el que su boquita deja de estar acomodada en su posición natural y se arruga un
poco. Ese famoso puchero que consiste en todos esos “gestos o movimientos que
preceden al llanto, ya verdadero, ya fingido”. Y es que como La Boronita no
tiene otra forma de pedir ayuda, ya porque tiene frío, hambre o está sucia,
pues no le queda más remedio que llorar.
Ese llanto de mi hija no
lo conocía. Pues sí, sí había escuchado a otros bebés llorando, pero no es lo
mismo que cuando se trata de mi propia hija. A mi Boronita la escucho llorando
y todo en mí cambia. Quisiera poder interpretar lo que quiere decir, porque
asumo que cada llanto es un grito infinito al cielo en el que dice que tiene
hambre… O en el que articula perfectamente que tiene frío. En fin, enfrentarse
a un bebé llorando es como enfrentarse a cualquier cosa que esté descompuesta.
Digamos que es lo más cercano a una computadora fallando. Uno sabe que la
computadora está mala, pero la computadora no te indica qué le sucede, entonces
vos tenés que comenzar con ese famoso güeveo del “troubleshooting”. O sea,
prueba y error. Si no es esto es aquello. Y aquí ese mentado “Second level” no
es más que un doctor especialista en niños. Aló, Dr, pasa tal cosa… Sí, ya
probamos esto y aquello… Ah OK. ¿Así de sencillo? OK. Si vuelve a pasar lo
llamamos de nuevo. Sí. Muchas gracias.
Pero bien, ese llanto de
bebé yo lo esperaba. Yo sabía que iba a suceder. Yo sabía que a como íbamos a
tener noches tranquilas, íbamos a tener otras no tan tranquilas. Lo que no
sabía, lo que no pude preveer es el cabrón llanto paterno.
Resulta que la buena Jime
me ha hecho llorar TANTAS veces que ya perdí la cuenta. Todo empezó cuando Pri
se hizo la prueba de embarazo. En realidad las dos pruebas de embarazo. Lloré
al saber que iba a ser padre. Siguió la fiesta del llanto en el primer
ultrasonido. Y siguió por los nueve meses con cada cosa que sucedía. Cuando más
se manifestó el cabrón llanto fue cuando nos dimos cuenta que el famoso
Producto ya no era Producto… Había pasado de un nombre genérico a ser Jimena.
En el momento en el que me di cuenta que el producto de la concepción era una
ella lloré tres días con sus noches.
El día en el que Jime
salió al mundo mi llanto siguió al suyo. Cuando hice las de papá canguro,
lloré. Y seguí llorando cuando le vi el pelito parado, cuando le vi la carita,
cuando la alcé, cuando la olí, cuando la abracé y un sinfín de cosas que experimenté
con ella por primera vez.
He llorado cuando la
cobijo pensando en aquellos que no tienen con quien cobijar a sus bebés. He llorado
cuando la acuesto en su cuna o en su moisés a sabiendas que algunos no tienen
ni lo uno ni lo otro. He llorado cuando le estoy dando chupón con solo pensar
en qué haría si no tuviese la dicha de poder alimentarla. He llorado cuando la
veo dormidita, quietecita, respirando, toda tranquilita. ¡Qué duro debe de ser
ver a un hijo en otra condición opuesta a la descrita! He llorado cuando la
visto o cuando la cambio o cuando le pongo crema pensando en todas aquellas
personas que no tienen nada de eso. He llorado cuando le he leído pensando en
todos aquellos padres que no disfrutan a sus hijos y que no les dedican algunos
minutos al día. He llorado cuando va conmigo en el carro y llueve, y me imagino
a todas esas personas que tienen que mojarse caminando o en un bus. He llorado
al saberme padre y al saber que muchos desearían estar en mi lugar. He llorado
por muchas razones. Y no creo que pare de llorar.
¿Por qué les cuento hoy de
toda la lloradera? Pues bien, el domingo 10 mayo llevé a Jime por primera vez
al Teatro Nacional. Se trataba del IV Concierto de la Temporada Oficial del
2015. ¿Programa? Herra, con su “Poema sinfónico Guanacaste”; Mozart, Concierto
para Piano No. 26 y Brahms, con su Sinfonía No. 2. Compré palco y seleccioné
los últimos dos asientos para poder salir rápidamente en la eventualidad de que
el llanto apareciera. Ni hizo falta. La de Herra la escuchamos bien, ella en su
silla y yo en la mía. Durante Mozart la alcé y se durmió en mi hombro. La de
Bramhs la escuchó casi completa, casi no porque llorara, pero porque comenzó a
hacer bullitas faltando unos cinco o diez minutos para que terminara y me salí
al pasillo.
En los tres movimientos de
Mozart lloré. Yo no soy muy religioso. No soy muy creyente tampoco. Digamos que
soy agnóstico y con eso cerramos esa parte. Rara vez voy a misa y cuando lo
hago, es más por un compromiso social que por fervor o amor al rito. Pero
cuando se trata de la Sinfónica, soy litúrgico. Tengo mis ritos personales y
creo en todos mis dioses paganos. Dioses creadores de conciertos y sinfonías
que me han regalado uno de los placeres más bellos… La música. Ese día no
entiendo qué me pasó. Ha sido de los momentos más íntimos que he tenido con
Jime. Ella y yo solos en un palco del Teatro Nacional. Ella con menos de dos
meses y ya asistiendo a su primer concierto.
En 1990 mi papá compró
equipo de sonido Sony (en la frontera, evidentemente). Con el equipo compró
tres CDs. Luces del alma, de Luis Enrique. Hot Street Salsa, de varios
cantantes que no recuerdo ni quiero recordar y Bolero de Ravel. Una vez mi papá
me puso Bolero. Le subió el volumen y me dijo que la escuchara. Nunca voy a
olvidar ese momento. Yo no podía comprender lo que estaba oyendo. A pesar de
que me gustó, no le di seguimiento. Me dediqué a mi etapa “grunge”. ¿Quién
quiere a Ravel si tiene a “Stone Temple Pilots” y a “Pearl Jam”?
En el 98 tuve la
oportunidad de visitar Italia y tener ese encontronazo cultural y en el 99, asistí
por vez primera al Teatro Nacional. No recuerdo cuál concierto, pero sí
recuerdo que era en el “gallinero”, que de toda suerte era lo que como estudiante
podía pagar. Recuerdo que no terminé de aplaudir al finalizar el concierto para
ir a tomar el bus a casa. Recuerdo que los primeros conciertos esa era la
dinámica. Tenía que salir apenas terminaba y honrar con aplausos perdidos a mis
adorados músicos porque de hacerlo in situ me dejaba el bus. Luego pude “descender”
a palco, luego a luneta y luego podía escoger donde quisiera estar.
Esa ida al Teatro fue muy
importante. Era un territorio por mí desconocido. Fue descubrir tal vez una de
las cosas que más disfruto. Durante años compré la temporada y un tiquete
adicional. Creo haber llevado por lo menos a 40 personas a su “primer concierto”.
Desdichadamente ese primer concierto probó ser el último, pues a pesar de que
todos dijeron haber pasado un rato excepcional, no volví a ver a nadie en otro
concierto. Durante años soñé con llevar a mis sobrinitos a su primer concierto.
Eso tampoco sucedió nunca. Entonces cuando llevé a mi hija, a mi propia hija, a
mi Boronita, a mi Jime, a la Jime de mi corazón por vez primera no pude
contener el llanto. Era tal vez uno de esos sueños que no pensé tener, y sin
embargo cuando lo pude hacer, tuve la dicha de darme cuenta de que era un sueño
hecho realidad. Un sueño sin serlo, porque era una realidad contundente. Era
una realidad con un piano de frente. Con sus tres movimientos. Con su olor a
Teatro. Con sus sillas. Con sus calor. Con su oscuridad cómplice. Lloré. Lloré
durante el Allegro, durante el Larghetto y durante el Allegretto. Lloré
mientras aplaudía. Lloro cuando me acuerdo. Lloro por haber tenido la dicha de
llevar a mi hija a su primer concierto.
Lloré con la noticia de su
venida, con sus pataditas, con el primer avistamiento, con su primer llanto,
con todas las cosas que les conté. Es muy posible que siga llorando mi vida
entera todas dichas y sus desdichas. Pero ese llanto del Teatro… Ufff… ¡Qué
rico me supo!